Cuenta Somerset Maugham, en su prefacio a Servidumbre humana, que cuando se publicó por vez primera en el Reino Unido, esta novela
“triunfó modestamente, pero no conmovió al mundo, y parecía estar condenada al mismo destino que la mayoría de las novelas, es decir, a caer pronto en el olvido”.Fue luego, al publicarse al otro lado del Atlántico, cuando llegó el verdadero éxito.
Kathleen E. Woodiwiss en 1977
Fuente: wikicommons
Fotografía de Joan Bingham
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Asumamos como natural que la
mayor parte de las novelas se publican, se leen y luego como dice Somerset
Maugham, caen en el olvido. Aunque tengan cierto éxito. Sólo unas pocas
consiguen reeditarse. Las que consigan seguir
publicándose después de muerto el autor serán clásicas.
Pasa lo mismo con cualquier producto
cultural. En el cine, por ejemplo. Dentro de las artes
plásticas, Lafuente Ferrari consideraba que la
historia de la pintura estaba formada no sólo por las cumbres sino también por
las llanuras. Y no olvidemos el repertorio lírico: de las miles de óperas
compuestas, posiblemente no lleguen a una docena las que alcancen cien
representaciones anuales en todo el mundo. Vamos, como el fútbol: de cada mil
partidos apenas diez habrán sido apasionantes y sólo uno pasará, con mucha
suerte, a la historia.
Creo que esta idea de lo efímero
de tantas producciones humanas es el marco en el que hay que entender
afirmaciones como las del bloguero Berlatsky de que la ausencia de un canon, o
de cualquier sistema de validación crítica hace que novelas importantes de la
novela romántica desaparezcan, descatalogadas.
No creo que esté acertado. Es
verdad que ya desde la Antigüedad los sabios alejandrinos establecieron determinados libros como
modelos a seguir, dentro de cada género literario. Y esto lleva a un cierto esfuerzo
consciente por conservar lo bueno. Pero de cuatro mil años de literatura, de Enheduanna en
adelante, muchas veces las cosas han sobrevivido –o desaparecido- por puro
azar, y por circunstancias ajenas a su calidad intrínseca.
No es la ausencia de estudios
académicos lo que hace desaparecer las obras. Cosas alabadísimas en su momento
por los entendidos han desaparecido después del radar del público lector.
Repasad la lista de los Nobel.
Y a la inversa. Incluso cuando los “sabios”
abominan de algo (como hicieron los Ilustrados con el teatro barroco, por
ejemplo) las obras buenas pueden sobrevivir. Los lectores tienden a proteger lo
que les gusta.
La mayor parte de las novelas
del género romántico, como de cualquier otro, se descatalogará. Empezando por los cientos o miles de Harlequines que se publican al año. Las que
merezcan la pena seguirán encontrando lectores entre las nuevas generaciones. A
esas es a las que considero clásicos del género. Que es una forma de entender el canon, la personificada por Coetzee
en el artículo “Coetzee y Bloom. Dos formas de abordar el canon literario” de José-Luis
Muñoz, donde leemos:
“Lo clásico sobrevive, por adversas que sean las circunstancias, porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo. Horacio afirmó que si una obra sobrevive cien años después de ser escrita es que esa obra debe de ser un clásico. Coetzee afirma algo parecido, al sugerir que la interrogación al clásico forma parte de la historia de la obra. El clásico se define a sí mismo por la supervivencia, concluye, y si necesita ser protegido del ataque de la crítica no podrá probar que es un clásico.”
Mutatis
mutandi,
las difuntas Georgette Heyer o Kathleen Woodiwiss siguen captando nuevos
lectores. Diez o veinte años después de su publicación, siguen reeditándose novelas
de Judith McNaught, Diana Gabaldon, Nora Roberts,…
¿De más de cien años como afirmó
Horacio? Bueno, aún no ha tiempo suficiente desde la primera novela romántica
“moderna” si consideramos como tal La
llama y la flor (1972).
Sin embargo, los lectores suelen
tener un concepto bastante amplio de “novela romántica”. No es extraño que lean
y relean novelas de la literatura clásica que incluyen en el género: Jane Austen, desde luego, pero también Jane
Eyre (1847) o Villette (1853), de
Charlotte Brontë; Norte y sur (1855) de Elizabeth Gaskell; o Una habitación con vistas de E. M. Forster (1908). Esta es la tesis de Pamela Regis en A Natural History of the Romance Novel
(2003), quien además de algunas de esas obras, menciona la Pamela de Richardson o Framley
Parsonage de Anthony Trollope.
En suma, en este género hay ya
novelas que se pueden considerar clásicas porque siguen encontrando lectores en
las nuevas generaciones. Porque tal vez los estudiosos aún no hayan construido el canon pero, desde luego, sí que existe ya una tradición con obras icónicas.
Lo que me queda claro es que, al
final, somos los lectores quienes convertimos a determinadas obras en clásicos.
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